Hamlet, acto primero.
Mira la sala: no es el cortinado
lo
que tiembla. Ni la sombra de Hamlet.
Tal
vez, tal vez la capa de su padre.
Todas
las noches son de Dinamarca.
Los
soldados se turnan en la ronda
y
lían sus cigarros.
Vuelve
tan crudo allí el invierno
que
desdibuja en bultos blancos
la
tenue imagen del televisor.
Pero
la noche tiembla
y
las túmidas narices del caballo
nos
olfatean bajo la nieve…
¿Qué
país no ha escondido algún rey muerto?
Pasan
las propagandas
y
retornan los pasos del espectro.
Es
él, es él, es su fantasma
y
la venganza de esa capa sola
estremece
los clavos del perchero.
El
locutor anuncia otra nevada
para
mañana, pero roja, siniestra.
Todas
las noches son de Dinamarca.
La hora de Hamlet
Esta
mañana me sorprende
con
mi olvidada calavera entre las manos.
Hago
de Hamlet.
Es
la hora reductiva del monólogo
en
que interrogo a mi Hacedor
sobre
esta máscara que ha de volverse polvo,
sobre
este polvo que sigue hablando todavía
aquí
y acaso en otra parte.
A la
distancia que me encuentre de la muerte,
hago
de Hamlet.
Hamlet
y pájaro con vértigo de alturas,
tras
las almenas del íngrimo castillo
que
cada quien erige piedra a piedra
para
ser o no ser según la suerte,
el
destino, la sombra, los pasos del fantasma.
Eugenio Montejo |