Everything and nothing
(El hacedor) 1960
Nadie
hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la
época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas,
fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado
por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la
extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le
reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe
diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para
su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un
contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la
humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway,
durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres.
Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era
alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró
la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario,
juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel
otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la
primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el
último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser
Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y
otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo,
en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que
desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y
Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas.
Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo
pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la
obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su
sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras <no
soy lo que soy>. La identidad fundamental de existir, soñar y representar le
inspiró pasajes famosos.
Veinte
años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el
hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos
desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel
mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado
al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los
vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión
mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario
retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los
litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que
conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario.
Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel
de poeta.
La
historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo:
<Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo>. La voz de Dios le contestó desde
un torbellino: <Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi
Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos
y nadie>.