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Especialista en Teatro Venezolano

domingo, 5 de mayo de 2013

Público - José Antonio Ramos Sucre






EL VÉRTIGO DE LA DECADENCIA

Asisto en el coliseo romano al sacrificio de los mártires sublimes. Se han juntado en el centro del estadio y sugieren el caso de una cohorte diezmada, sensible al mandamiento del honor.
Las fieras soltadas de su cárcel rodean la turba lastimosa, agilitándose para el asalto. Las espadas flexibles ondulan voluptuosamente y las zarpas agudas, hincadas en el suelo, avientan mangas de polvo.
La muchedumbre de los espectadores, animada de una crueldad gozosa, rompe en un clamor salvaje. Reproduce el estruendo de la ovación.
El soberano del orbe domesticado nota los accidentes y pormenores de la fiesta, mirándola a través de una esmeralda, la piedra mejor calificada para el atavío de las divinidades.
Las fieras se fatigan dilacerando el grupo inerme y respetan los residuos inanimados y una virgen de gesto profético.
Una voz la condena al suplicio del fuego y provoca el asentimiento unánime. La muchedumbre asume una responsabilidad indivisible y se pierde en el delirio de su maldad, hiriendo a la inocencia.
La hoguera despide una lumbre fatídica y les dibuja, a los más inquietos, un rostro de cadáver.



OFELIA

La bruja adereza el veneno de la fiebre soñolienta. Requiere los nenúfares y lentejas del agua.

Desde el cielo de colores sordos, el aquilón de carrillos inflados, imagen de un dibujo holandés, arroja su brisa letal.

Una canturía lenta, insipiente, erige de la tierra la zarza de las espinas y demanda la presencia de un lagarto famélico. El monje de la zozobra avista su efigie en la frente de una calavera de risa desdentada.

Sobre las ruinas, ocultas bajo las redes y lazos de una vid silvestre, la forma aérea de una virgen florecida en un siglo ideal suprime el sortilegio y sosiega el ambiente con sus alas de fantasma.

Y la secunda el ruiseñor, poeta del amor inconsolable.


Alexandre Cabanel. Ofelia (1883)




EL CABALLO DEL LUCERO


He recorrido el territorio de Elsinor para allegar noticias acerca de Ofelia. Se atreve a comparecer, durante el plenilunio, en el sitio donde perdió la vida. Allí mismo se cultivan, por mi consejo, las flores de su cabellera y las vírgenes lugareñas se abstienen de profanarlas.
Yo intentaba atravesar un puente de fresno cuando una anciana me detuvo para invitarme a seguir la jornada con mis pies. Yo faltaba a la modestia con explorar a caballo el reino hundido en la pesadumbre.
El acento metálico y frío de una trompeta me llenó de espanto. Un alférez la soplaba desde la azotea visitada por el espectro.
La anciana se retrajo de tomar en cuenta el sonido lúgubre. De otro modo, me dijo, quedaba yo cautivo en el circuito de la melancolía.
Desprendió la rama de un sauce para componer una imitación de la corona silvestre de la heroína.
Sus avisos me alejaron para siempre del ámbito de la desgracia en donde circulaba el pensamiento desesperado de Hamlet. Mi caballo debía sacarme por sí mismo y sin el gobierno de mi mano a un lugar saludable y yo me abandoné a su trote incierto. Sobresaltó con su relincho, el día siguiente, los cisnes y las cigüeñas de Copenhague.


LOS GALLOS DE LA NOCHE DE ELSINOR

La bruma del canal subía a envolver los jardines lacios. Los faroles, de vidrios húmedos, arrojaban durante el día una luz fatua, de alquimia.
La joven macilenta había cautivado mi atención al asomarse por la ventana con el propósito de descubrir la hora en el reloj de la plaza. El tiempo y la intemperie habían mancillado la esfera y oscurecido el número romano, más propio de una lápida.
Hablábamos a escondidas de sus padres y guardianes. Se presentaba fielmente a averiguar por la ventana la misma hora en el reloj decrépito y la enunciaba escrupulosamente con su cauda de minutos y segundos.
Prometió acompañarme en la vida, huyendo conmigo, a favor del conticinio, sobre la grupa de mi caballo.
Le facilité la salida a la calle, despedazando los barrotes arcaicos de la ventana. Apareció envuelta en el lienzo plañidero de Eurídice.
Mi caballo nos arrebató en una carrera ciega, me lanzó por tierra y me arrastró un largo espacio del suelo. Un pie se me había prendido en la correa del estribo.
Dejó el galope y volvió a su mansedumbre natural, cuando el pregón de los gallos despidió de mi compañía el vano simulacro de la mujer.



LA RESIPISENCIA DE FAUSTO


Fausto quiere pacificar su curiosidad, encontrar razones con que explicar de una vez por todas el espejismo del universo. Ha solicitado la inspiración de la soledad y domina abrupta cima, teniendo debajo de sí un apretado cerco de nubes. Huella con ligereza de ave una mole de aristas resaltadas. La borrasca embiste sin tregua el paraje sublime, adecuado para la meditación del problema fundamental.

Fausto ha abandonado el estudio parsimonioso y el amor suave de Margarita, desde que trata con cierto personaje recién aportado al pueblo: un hombre de sospechosa parla, que desordena el vecindario con prestigios de invención diabólica, señalados por más de un detalle arlequinesco.

Él propone a Fausto las interrogaciones últimas, inspirándole una curiosidad descontenta y soberbia, habilitándolo con máximas feroces, enemigas de contemplaciones y respetos. Fausto lo rechaza de su trato y amistad con términos violentos, proferidos en la abrupta cima, redoblados por los ecos temerosos del precipicio; y el seductor se retira gesticulando grandiosamente y sin compás, obstinado en visajes y maniobras de truhán. Parte confiado en la germinación de su influjo malsano.

Fausto prueba a aliviar con el viaje distante, dividido en peligros y orgías, la enfermedad de aquel ideal orgulloso, infundida por la ciencia; pero encuentra la desesperanza al cabo de las nuevas emociones. Solicita las vivaces comarcas meridionales; atraviesa, menos que fugitivo, un reino tenebroso, obseso de la matanza y de la hoguera, de alma sacerdotal con vistas a la muerte, y renegado del esfuerzo y de la vida.

Pero llega finalmente a un país elíseo donde los mirtos y los laureles, criados bajo un cielo primaveral, tremolan al paso del aire melodioso y montan guardia al lado y en torno de los mármoles ejemplares y de las ruinas sempiternas. Descansa en una ciudad quimérica, de lagunas y palacios, visitada por las aves; y deja entonces la investigación desconsolada. Crédulo en la mayor veracidad de los símbolos del arte, espera dar con una explicación musical y sintética del universo.