EL VÉRTIGO DE LA DECADENCIA
Asisto en el coliseo romano al sacrificio de los mártires
sublimes. Se han juntado en el centro del estadio y sugieren el caso de una
cohorte diezmada, sensible al mandamiento del honor.
Las fieras soltadas de su cárcel rodean la turba
lastimosa, agilitándose para el asalto. Las espadas flexibles ondulan
voluptuosamente y las zarpas agudas, hincadas en el suelo, avientan mangas de
polvo.
La muchedumbre de los espectadores, animada de una
crueldad gozosa, rompe en un clamor salvaje. Reproduce el estruendo de la
ovación.
El soberano del orbe domesticado nota los accidentes y
pormenores de la fiesta, mirándola a través de una esmeralda, la piedra mejor
calificada para el atavío de las divinidades.
Las fieras se fatigan dilacerando el grupo inerme y
respetan los residuos inanimados y una virgen de gesto profético.
Una voz la condena al suplicio del fuego y provoca el
asentimiento unánime. La muchedumbre asume una responsabilidad indivisible y se
pierde en el delirio de su maldad, hiriendo a la inocencia.
La hoguera despide una lumbre fatídica y les dibuja, a
los más inquietos, un rostro de cadáver.
OFELIA
La bruja adereza el veneno de la fiebre soñolienta.
Requiere los nenúfares y lentejas del agua.
Desde el cielo de colores sordos, el aquilón de carrillos
inflados, imagen de un dibujo holandés, arroja su brisa letal.
Una canturía lenta, insipiente, erige de la tierra la
zarza de las espinas y demanda la presencia de un lagarto famélico. El monje de
la zozobra avista su efigie en la frente de una calavera de risa desdentada.
Sobre las ruinas, ocultas bajo las redes y lazos de una
vid silvestre, la forma aérea de una virgen florecida en un siglo ideal suprime
el sortilegio y sosiega el ambiente con sus alas de fantasma.
Y la secunda el ruiseñor, poeta del amor inconsolable.
Alexandre Cabanel. Ofelia (1883) |
EL CABALLO DEL LUCERO
He
recorrido el territorio de Elsinor para allegar noticias acerca de Ofelia. Se
atreve a comparecer, durante el plenilunio, en el sitio donde perdió la vida.
Allí mismo se cultivan, por mi consejo, las flores de su cabellera y las
vírgenes lugareñas se abstienen de profanarlas.
Yo intentaba atravesar un puente de fresno cuando una
anciana me detuvo para invitarme a seguir la jornada con mis pies. Yo faltaba a
la modestia con explorar a caballo el reino hundido en la pesadumbre.
El acento metálico y frío de una trompeta me llenó de
espanto. Un alférez la soplaba desde la azotea visitada por el espectro.
La anciana se retrajo de tomar en cuenta el sonido
lúgubre. De otro modo, me dijo, quedaba yo cautivo en el circuito de la
melancolía.
Desprendió la rama de un sauce para componer una
imitación de la corona silvestre de la heroína.
Sus avisos me alejaron para siempre del ámbito de la
desgracia en donde circulaba el pensamiento desesperado de Hamlet. Mi caballo
debía sacarme por sí mismo y sin el gobierno de mi mano a un lugar saludable y
yo me abandoné a su trote incierto. Sobresaltó con su relincho, el día
siguiente, los cisnes y las cigüeñas de Copenhague.
LOS GALLOS DE LA NOCHE DE ELSINOR
La
bruma del canal subía a envolver los jardines lacios. Los faroles, de vidrios
húmedos, arrojaban durante el día una luz fatua, de alquimia.
La
joven macilenta había cautivado mi atención al asomarse por la ventana con el
propósito de descubrir la hora en el reloj de la plaza. El tiempo y la intemperie
habían mancillado la esfera y oscurecido el número romano, más propio de una
lápida.
Hablábamos
a escondidas de sus padres y guardianes. Se presentaba fielmente a averiguar
por la ventana la misma hora en el reloj decrépito y la enunciaba escrupulosamente
con su cauda de minutos y segundos.
Prometió
acompañarme en la vida, huyendo conmigo, a favor del conticinio, sobre la grupa
de mi caballo.
Le
facilité la salida a la calle, despedazando los barrotes arcaicos de la
ventana. Apareció envuelta en el lienzo plañidero de Eurídice.
Mi
caballo nos arrebató en una carrera ciega, me lanzó por tierra y me arrastró un
largo espacio del suelo. Un pie se me había prendido en la correa del estribo.
Dejó
el galope y volvió a su mansedumbre natural, cuando el pregón de los gallos
despidió de mi compañía el vano simulacro de la mujer.
LA RESIPISENCIA DE FAUSTO
Fausto quiere pacificar su curiosidad, encontrar razones
con que explicar de una vez por todas el espejismo del universo. Ha solicitado
la inspiración de la soledad y domina abrupta cima, teniendo debajo de sí un
apretado cerco de nubes. Huella con ligereza de ave una mole de aristas
resaltadas. La borrasca embiste sin tregua el paraje sublime, adecuado para la
meditación del problema fundamental.
Fausto ha abandonado el estudio parsimonioso y el amor
suave de Margarita, desde que trata con cierto personaje recién aportado al
pueblo: un hombre de sospechosa parla, que desordena el vecindario con
prestigios de invención diabólica, señalados por más de un detalle
arlequinesco.
Él propone a Fausto las interrogaciones últimas,
inspirándole una curiosidad descontenta y soberbia, habilitándolo con máximas
feroces, enemigas de contemplaciones y respetos. Fausto lo rechaza de su trato
y amistad con términos violentos, proferidos en la abrupta cima, redoblados por
los ecos temerosos del precipicio; y el seductor se retira gesticulando
grandiosamente y sin compás, obstinado en visajes y maniobras de truhán. Parte
confiado en la germinación de su influjo malsano.
Fausto prueba a aliviar con el viaje distante, dividido
en peligros y orgías, la enfermedad de aquel ideal orgulloso, infundida por la
ciencia; pero encuentra la desesperanza al cabo de las nuevas emociones.
Solicita las vivaces comarcas meridionales; atraviesa, menos que fugitivo, un
reino tenebroso, obseso de la matanza y de la hoguera, de alma sacerdotal con
vistas a la muerte, y renegado del esfuerzo y de la vida.
Pero llega finalmente a un país elíseo donde los mirtos y
los laureles, criados bajo un cielo primaveral, tremolan al paso del aire
melodioso y montan guardia al lado y en torno de los mármoles ejemplares y de
las ruinas sempiternas. Descansa en una ciudad quimérica, de lagunas y
palacios, visitada por las aves; y deja entonces la investigación desconsolada.
Crédulo en la mayor veracidad de los símbolos del arte, espera dar con una
explicación musical y sintética del universo.