EL INGENIOSO HIDALGO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Segunda Parte
Capítulos XXV, XXVI y XXVII
Capítulo
XXV
Donde se apunta la aventura del rebuzno y
la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino.
No
se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber las
maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar donde el
ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo caso le
dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le había
preguntado en el camino. El hombre le respondió:
—Más
despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas: déjeme
vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que yo le diré
cosas que le admiren.
—No
quede por eso —respondió don Quijote—, que yo os ayudaré a todo.
Y
así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que obligó
al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y, sentándose en un
poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y auditorio al primo, al
paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir desta manera:
—«Sabrán
vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media desta venta
sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una muchacha criada
suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y, aunque el tal regidor
hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue posible. Quince días serían
pasados, según es pública voz y fama,— que el asno faltaba, cuando, estando en
la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: «Dadme
albricias, compadre, que vuestro jumento ha parecido». «Yo os las mando y
buenas, compadre —respondió el otro—, pero sepamos dónde ha parecido». «En el
monte —respondió el hallador—, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo
alguno, y tan flaco que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de
mí y traérosle, pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él,
se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que
volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego
vuelvo». «Mucho placer me haréis —dijo el del jumento—, e yo procuraré
pagároslo en la mesma moneda». Con estas circunstancias todas, y de la mesma
manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están enterados en
la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie y mano a mano, se
fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde pensaron hallar el asno, no
le hallaron, ni pareció por todos aquellos contornos, aunque más le buscaron.
Viendo, pues, que no parecía, dijo el regidor que le había visto al otro:
«Mirad, compadre: una traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda
alguna podremos descubrir este animal, aunque esté metido en las entrañas de la
tierra, no que del monte; y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos
sabéis algún tanto, dad el hecho por concluido». «¿Algún tanto decís, compadre?
—dijo el otro—; por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos
asnos». «Ahora lo veremos —respondió el regidor segundo—, porque tengo
determinado que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que
le rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré
yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que
está en el monte». A lo que respondió el dueño del jumento: «Digo, compadre,
que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio». Y, dividiéndose los
dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo rebuznaron, y cada uno
engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse, pensando que ya el jumento
había parecido; y, en viéndose, dijo el perdidoso: «¿Es posible, compadre, que
no fue mi asno el que rebuznó?» «No fue, sino yo», respondió el otro. «Ahora
digo —dijo el dueño—, que de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia,
en cuanto toca al rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más
propia». «Esas alabanzas y encarecimiento —respondió el de la traza—, mejor os
atañen y tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis
dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque
el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los
dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y os rindo
la palma y doy la bandera desta rara habilidad». «Ahora digo —respondió el
dueño—, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y pensaré que sé
alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que pensara que rebuznaba
bien, nunca entendí que llegaba el estremo que decís». «También diré yo ahora
—respondió el segundo— que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que
son mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas». «Las nuestras
—respondió el dueño—, si no es en casos semejantes como el que traemos entre
manos, no nos pueden servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean
de provecho». Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a
cada paso se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño
que, para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras
otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte sin
que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había de
responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del
bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: «Ya me maravillaba yo
de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos oyera, o no
fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta gracia, compadre,
doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque le he
hallado muerto». «En buena mano está, compadre —respondió el otro—, pues si
bien canta el abad, no le va en zaga el monacillo». Con esto, desconsolados y
roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos
cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia
del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares
circunvecinos. Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar
rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y
grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos,
en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el
rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en
manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno
de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales del pueblo
del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha
llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y
formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la
batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que
mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del
rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los
que más nos persiguen: y, por salir bien apercebidos, llevo compradas estas
lanzas y alabardas que habéis visto.» Y éstas son las maravillas que dije que
os había de contar, y si no os lo han parecido, no sé otras.
Y
con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la puerta
de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y jubón, y con
voz levantada dijo:
—Señor
huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la
libertad de Melisendra.
—¡Cuerpo
de tal —dijo el ventero—, que aquí está el señor mase Pedro! Buena noche se nos
apareja.
Olvidábaseme
de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo izquierdo, y casi medio
carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de
estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:
—Sea
bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿A dónde está el mono y el
retablo, que no los veo?
—Ya
llegan cerca —respondió el todo camuza—, sino que yo me he adelantado, a saber
si hay posada.
—Al
mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro —respondió
el ventero—; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta
que pagará el verle y las habilidades del mono.
—Sea
en buen hora —respondió el del parche—, que yo moderaré el precio, y con sola
la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine la carreta
donde viene el mono y el retablo.
Y
luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó
luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué retablo y qué mono
traía. A lo que respondió el ventero:
—Éste
es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón
enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que
es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a
esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un mono de la más
rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres, porque si
le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los
hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le
preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho
más que de las que están por venir; y, aunque no todas veces acierta en todas,
en las más no yerra, de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el
cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero
decir, si responde el amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se
cree que el tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en
Italia y bon compaño, y dase la mejor
vida del mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su
lengua y de su mono y de su retablo.
En esto,
volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono, grande y sin
cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y, apenas le vio don
Quijote, cuando le preguntó:
—Dígame
vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje
pillamo? ¿Qué ha de ser de nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.
Y
mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el mono, y
dijo:
—Señor,
este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las
pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
—¡Voto
a Rus —dijo Sancho—, no dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha
pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me
digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las cosas presentes,
he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué hace ahora mi mujer
Teresa Panza, y en qué se entretiene.
No
quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
—No
quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios.
Y,
dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se
le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente con diente muy
apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un credo, de otro brinco
se puso en el suelo, y al punto, con grandísima priesa, se fue maese Pedro a
poner de rodillas ante don Quijote, y, abrazándole las piernas, dijo:
—Estas
piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh
resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería!; ¡oh no jamás
como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, ánimo de los
desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y
consuelo de todos los desdichados!
Quedó
pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje,
abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los
que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
—Y
tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo,
alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en que ella
está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su lado
izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que se
entretiene en su trabajo.
—Eso
creo yo muy bien —respondió Sancho—, porque es ella una bienaventurada, y, a no
ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, según mi señor, fue
una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan
mal pasar, aunque sea a costa de sus herederos.
—Ahora
digo —dijo a esta sazón don Quijote—, que el que lee mucho y anda mucho, vee
mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera bastante para
persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por
mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de la Mancha que este buen
animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún tanto en mis alabanzas; pero
comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y
compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno.
Ilustración: Gustave Doré |
—Si
yo tuviera dineros —dijo el paje—, preguntara al señor mono qué me ha de
suceder en la peregrinación que llevo.
A lo
que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de don
Quijote:
—Ya
he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no
importara no haber dineros; que, por servicio del señor don Quijote, que está
presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo,
y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos están en la
venta, sin paga alguna.
Oyendo
lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se podía poner el
retablo, que en un punto fue hecho.
Don
Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no
ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas
cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se retiró don
Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser oídos de
nadie, le dijo:
—Mira,
Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi
cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener hecho pacto, tácito
o espreso, con el demonio.
—Si
el patio es espeso y del demonio —dijo Sancho—, sin duda debe de ser muy sucio
patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios?
—No
me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho algún
concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane
de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que este universal
enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las
cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede estender a
más, que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces;
que a solo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no
hay pasado ni porvenir, que todo es presente. Y, siendo esto así, como lo es,
está claro que este mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado
cómo no le han acusado al Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en
virtud de quién adivina; porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni
su amo ni él alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que
tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de
viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del
suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de
la ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una
perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos y
de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario,
después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría, y
pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con
tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y doce del día, o de
la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que sucedió fue que de allí a
dos días se moría la perra de ahíta, y el señor levantador quedó acreditado en
el lugar por acertadísimo judiciario, como lo quedan todos o los más
levantadores.
—Con
todo eso, querría —dijo Sancho— que vuestra merced dijese a maese Pedro
preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en la cueva
de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue
embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
—Todo
podría ser —respondió don Quijote—, pero yo haré lo que me aconsejas, puesto
que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
Estando
en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya estaba en
orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecía. Don Quijote
le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si
ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o
verdaderas; porque a él le parecía que tenían de todo. A lo que maese Pedro,
sin responder palabra, volvió a traer el mono, y, puesto delante de don Quijote
y de Sancho, dijo:
—Mirad,
señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en
una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
Y,
haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hom-bro izquierdo,
y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
—El
mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la dicha
cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y no otra
cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere saber más, que
el viernes venidero responderá a todo lo que se le preguntare, que por ahora se
le ha acabado la virtud, que no le vendrá hasta el viernes, como dicho tiene.
—¿No
lo decía yo —dijo Sancho—, que no se me podía asentar que todo lo que vuesa
merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni
aun la mitad?
—Los
sucesos lo dirán, Sancho —respondió don Quijote—; que el tiempo, descubridor de
todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque
esté escondida en los senos de la tierra. Y, por hora, baste esto, y vámonos a
ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna
novedad.
—¿Cómo
alguna? —respondió maese Pedro—: sesenta mil encierra en sí este mi retablo;
dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver
que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis; y manos a labor, que
se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y que mostrar.
Obedeciéronle
don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y
descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le
hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél,
que era el que había de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un
muchacho, criado del maese Pedro, para servir de intérprete y declarador de los
misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano, con que señalaba las
figuras que salían.
Puestos,
pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo,
y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el
trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere o viere el capítulo
siguiente.
Capítulo
XXVI
Donde se prosigue la graciosa aventura
del titerero, con otras cosas en verdad harto buenas.
Callaron
todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos los que el
retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron
sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha
artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y
dijo:
—Esta
verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de
la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en
boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata de la libertad
que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en
España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba
entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí cómo está
jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:
Jugando
está a las tablas don Gaiferos,
que
ya de Melisendra está olvidado.
Y
aquel personaje que allí asoma, con corona en la cabeza y ceptro en las manos,
es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual,
mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con
la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar con el
ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio,
y muy bien dados; y, después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro
que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo:
«Harto
os he dicho: miradlo».
"Don Quixote" Ilustración: Gustave Doré |
Miren
vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja
despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera,
lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán,
su primo, pide prestada su espada Durinda-na, y cómo don Roldán no se la quiere
prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el
valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que él solo es bastante para
sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la
tierra; y, con esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan
vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone
que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la
Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la
sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de
Francia, y, puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su
cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás.
¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca,
se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad
de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la
blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus
hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también
cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de
Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un
pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos
azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,
con
chilladores delante
y
envaramiento detrás;
y
veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido
puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay "traslado a la
parte", ni "a prueba y estése", como entre nosotros.
—Niño,
niño —dijo con voz alta a esta sazón don Quijote—, seguid vuestra historia
línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que, para sacar una
verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas.
También
dijo maese Pedro desde dentro:
—Muchacho,
no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más
acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen
quebrar de sotiles.
—Yo
lo haré así —respondió el muchacho; y prosiguió, diciendo—: Esta figura que
aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don
Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro,
con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de la torre, y
habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas
aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:
Caballero,
si a Francia ides,
por
Gaiferos preguntad;
las
cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el
fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes
alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más
ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo
de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del
faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin
poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores
necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se rasgará o no el rico
faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un
brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la
manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo
que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora
Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los
relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa
carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y
salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la vía. ¡Vais en
paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra
deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos
de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los
de Néstor sean, que os quedan de la vida!
Aquí
alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
—Llaneza,
muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.
No
respondió nada el intérprete; antes, prosiguió, diciendo:
—No
faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada
y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual
mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad se hunde
con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan.
—¡Eso
no! —dijo a esta sazón don Quijote—: en esto de las campanas anda muy impropio
maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género
de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en
Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo
cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:
—No
mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas
tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de
ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo
eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino
con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que, como yo llene mi
talego, si quiere represente más impropiedades que tiene átomos el sol.
—Así
es la verdad —replicó don Quijote.
Y el
muchacho dijo:
—Miren
cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de los dos
católicos amantes, cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y
cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y
los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo
espetáculo.
Viendo
y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien
dar ayuda a los que huían; y, levantándose en pie, en voz alta, dijo:
—No
consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso
caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida
canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
Y,
diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al
retablo, y, con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover cuchilladas
sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando
a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que
si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más
facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro,
diciendo:
—Deténgase
vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y
mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. ¡Mire, pecador de
mí, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda!
Ilustración: Gustave Doré |
Mas
no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y
reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con todo el
retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras:
el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la
cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por
los tejados de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo
Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la
borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues,
el general destrozo del retablo, sosegóse un poco don Quijote y dijo:
—Quisiera
yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen, ni quieren
creer, de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si
no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa
Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado
estos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado. En resolución, ¡viva la
andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra!
—¡Vivan
en hora buena —dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro—, y muera yo,
pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:
Ayer
fui señor de España...
y
hoy no tengo una almena
que
pueda decir que es mía!
No
ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de
emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos
y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y,
sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han
de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada deste señor
caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace
otras obras caritativas; y en mí solo ha venido a faltar su intención generosa,
que sean benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más levantados sus
asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había
de desfigurar las mías.
Ilustración: Gustave Doré |
Enternecióse
Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole:
—No
llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque te hago
saber que es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si
él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo
querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.
—Con
que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha
deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia, porque no se
puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo
restituye.
—Así
es —dijo don Quijote—, pero hasta ahora yo no sé que tenga nada vuestro, maese
Pedro.
—¿Cómo
no? —respondió maese Pedro—; y estas reliquias que están por este duro y
estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza invencible dese
poderoso brazo?, y ¿cúyos eran sus cuerpos sino míos?, y ¿con quién me
sustentaba yo sino con ellos?
—Ahora
acabo de creer —dijo a este punto don Quijote— lo que otras muchas veces he
creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las
figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en
las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a
mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que
Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y
Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró la cólera, y, por cumplir con mi
profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huían, y con
este buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es
culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi
yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas:
vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a
pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana.
Inclinósele
maese Pedro, diciéndole:
—No
esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote de la
Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y menesterosos
vagamundos; y aquí el señor ventero y el gran Sancho serán medianeros y
apreciadores, entre vuesa merced y mí, de lo que valen o podían valer las ya
deshechas figuras.
El
ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del suelo,
con la cabeza menos, al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo:
—Ya
se vee cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me parece,
salvo mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento cuatro reales
y medio.
—¡Adelante!
—dijo don Quijote.
—Pues
por esta abertura de arriba abajo —prosiguió maese Pedro, tomando en las manos
al partido emperador Carlomagno—, no sería mucho que pidiese yo cinco reales y
un cuartillo.
—No
es poco —dijo Sancho.
—Ni
mucho —replicó el ventero—; médiese la partida y señálensele cinco reales.
—Dénsele
todos cinco y cuartillo —dijo don Quijote—, que no está en un cuartillo más a
menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto maese Pedro, que se hace
hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de hambre.
—Por
esta figura —dijo maese Pedro— que está sin narices y un ojo menos, que es de
la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales y doce
maravedís.
—Aun
ahí sería el diablo —dijo don Quijote—, si ya no estuviese Melisendra con su
esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en que iban, a
mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay para qué venderme a mí
el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la
otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna
tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor maese Pedro, y caminemos
todos con pie llano y con intención sana. Y prosiga.
Maese
Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvía a su primer tema, no
quiso que se le escapase; y así, le dijo:
—Ésta
no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servían; y así,
con sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento y bien pagado.
Desta
manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que después los
moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las partes, que llegaron
a cuarenta reales y tres cuartillos; y, además desto, que luego lo desembolsó
Sancho, pidió maese Pedro dos reales por el trabajo de tomar el mono.
—Dáselos,
Sancho —dijo don Quijote—, no para tomar el mono, sino la mona; y docientos
diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que la señora
doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los
suyos.
—Ninguno
nos lo podrá decir mejor que mi mono —dijo maese Pedro—, pero no habrá diablo
que ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le han de forzar a
que me busque esta noche, y amanecerá Dios y verémonos.
En
resolución, la borrasca del retablo se acabó y todos cenaron en paz y en buena
compañía, a costa de don Quijote, que era liberal en todo estremo.
Antes
que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después
de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno,
para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del
cual le dio don Quijote una docena de reales. Maese Pedro no quiso volver a
entrar en más dimes ni diretes con don Quijote, a quien él conocía muy bien, y
así, madrugó antes que el sol, y, cogiendo las reliquias de su retablo y a su
mono, se fue también a buscar sus aventuras. El ventero, que no conocía a don
Quijote, tan admirado le tenían sus locuras como su liberalidad. Finalmente,
Sancho le pagó muy bien, por orden de su señor, y, despidiéndose dél, casi a
las ocho del día dejaron la venta y se pusieron en camino, donde los dejaremos
ir; que así conviene para dar lugar a contar otras cosas pertenecientes a la
declaración desta famosa historia.
Capítulo
XXVII
Donde se da cuenta quiénes eran maese
Pedro y su mono, con el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del
rebuzno, que no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado.
Entra
Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este
capítulo: «Juro como católico cristiano...»; a lo que su traductor dice que el
jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo
era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico cristiano cuando
jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía,
como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de don
Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino
que traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas.
Dice,
pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta
historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes, dio
libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal
agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este
Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el
que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni el
cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué
entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta.
Pero, en resolución, Ginés le hurtó, estando sobre él durmiendo Sancho Panza,
usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante sobre
Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y después le cobró Sancho,
como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la
justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y
delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen
contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo,
acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer
por estremo.
Sucedió,
pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería compró aquel
mono, a quien enseñó que, en haciéndole cierta señal, se le subiese en el
hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase
en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar más cercano,
o de quien él mejor podía, qué cosas particulares hubiesen sucedido en el tal
lugar, y a qué personas; y, llevándolas bien en la memoria, lo primero que
hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras
de otra; pero todas alegres y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra,
proponía las habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo
pasado y lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la
respuesta de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según
tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien
él sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada
por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho tal
y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito
inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan discreto,
respondía de manera que las respuestas venían bien con las preguntas; y, como
nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono, a todos hacía
monas, y llenaba sus esqueros.
Así
como entró en la venta, conoció a don Quijote y a Sancho, por cuyo conocimiento
le fue fácil poner en admiración a don Quijote y a Sancho Panza, y a todos los que
en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si don Quijote bajara un poco
más la mano cuando cortó la cabeza al rey Marsilio y destruyó toda su
caballería, como queda dicho en el antecedente capítulo.
Esto
es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono.
Y,
volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, después de ha-ber salido de la
venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos aquellos
contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo para
todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta intención siguió su
camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle cosa digna de ponerse en
escritura, hasta que al tercero, al subir de una loma, oyó un gran rumor de
atambores, de trompetas y arcabuces. Al principio pensó que algún tercio de
soldados pasaba por aquella parte, y por verlos picó a Rocinante y subió la
loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie della, a su parecer, más
de docientos hombres armados de diferentes suertes de armas, como si dijésemos
lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y
muchas rodelas. Bajó del recuesto y acercóse al escuadrón, tanto, que
distintamente vio las banderas, juzgó de las colores y notó las empresas que en
ellas traían, especialmente una que en un estandarte o jirón de raso blanco
venía, en el cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco,
la cabeza levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura
como si estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes
estos dos versos:
No
rebuznaron en balde
el
uno y el otro alcalde.
Por
esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del pueblo del
rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el estandarte venía
escrito. Díjole también que el que les había dado noticia de aquel caso se
había errado en decir que dos regidores habían sido los que rebuznaron; pero
que, según los versos del estandarte, no habían sido sino alcaldes. A lo que
respondió Sancho Panza:
—Señor,
en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que entonces
rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden
llamar con entrambos títulos; cuanto más, que no hace al caso a la verdad de la
historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una
hayan rebuznado; porque tan a pique está de rebuznar un alcalde como un
regidor.
Finalmente,
conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con otro que le
corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad.
Fuese
llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue
amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le recogieron en
medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando
la visera, con gentil brío y continente, llegó hasta el estandarte del asno, y
allí se le pusieron alrededor todos los más principales del ejército, por
verle, admirados con la admiración acostumbrada en que caían todos aquellos que
la vez primera le miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin
que ninguno le hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel
silencio, y, rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo:
—Buenos
señores, cuan encarecidamente puedo, os suplico que no interrumpáis un
razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada; que
si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un sello en mi
boca y echaré una mordaza a mi lengua.
Todos
le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le escucharían. Don
Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:
Yo,
señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya
profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los
menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os mueve a
tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y, habiendo
discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo,
según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por afrentados,
porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole
de traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la traición
por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó a
todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que solo Vellido Dolfos había cometido
la traición de matar a su rey; y así, retó a todos, y a todos tocaba la
venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el señor don Diego anduvo
algo demasiado, y aun pasó muy adelante de los límites del reto, porque no
tenía para qué retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que
estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allí se declaran; pero,
¡vaya!, pues cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni
freno que la corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a
reino, provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no
hay para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es;
porque, ¡bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con
quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni
los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de los muchachos y
de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto, que todos estos
insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las
espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese! No, no, ni
Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas bien
concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas,
y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la
fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina;
la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en
servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta,
que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco
causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y
razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por
cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las
toma carece de todo razonable discurso; cuanto más, que el tomar venganza
injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la
santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros
enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece
algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de
Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y
hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador
nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de
mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas
mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse.
—El
diablo me lleve —dijo a esta sazón Sancho entre sí— si este mi amo no es
tólogo; y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro.
Tomó
un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavía le prestaban silencio,
quiso pasar adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere en medio la
agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó la mano por él,
diciendo:
—Mi
señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la
Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy
atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y
aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de
lo que llaman el duelo en la uña; y así, no hay más que hacer sino dejarse
llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto más, que ello se
está dicho que es necedad correrse por sólo oír un rebuzno, que yo me acuerdo,
cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie
me fuese a la mano, y con tanta gracia y propiedad que, en rebuznando yo,
rebuznaban todos los asnos del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis
padres, que eran honradísimos; y, aunque por esta habilidad era invidiado de
más de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites. Y,
porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen, que esta ciencia es como la
del nadar: que, una vez aprendida, nunca se olvida.
Y
luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente, que
todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto a él,
creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano tenía, y diole
tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con Sancho Panza en el
suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho, arremetió al que le había
dado, con la lanza sobre mano, pero fueron tantos los que se pusieron en medio,
que no fue posible vengarle; antes, viendo que llovía sobre él un nublado de
piedras, y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de
arcabuces, volvió las riendas a Rocinante, y a todo lo que su galope pudo, se
salió de entre ellos, encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel
peligro le librase, temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas
y le saliese al pecho; y a cada punto recogía el aliento, por ver si le
faltaba.
Pero
los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho le
pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su amo, no
porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las huellas de
Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues, don Quijote buen
trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y atendióle, viendo que
ninguno le seguía.
Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la
noche, y, por no haber salido a la batalla sus contrarios, se volvieron a su
pueblo, regocijados y alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los
griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.